Lo “llamaba el altar del traductor. Primero una pequeña muralla de libros,
delimitando el campo donde debía tener lugar la transformación de unas palabras
en otras, luego la pluma de tinta azul que iba a trazarlas y la pluma de tinta
roja para las correcciones, a continuación mi amuleto, un trozo de ánfora que
había encontrado en una playa griega, y por fin el diccionario, el libro y el
cuaderno nuevo, los verdaderos protagonistas de la alq1uimia”
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